¡Hoy no ha sido un buen día! ¡Mejor dicho, hoy varias cosas salieron mal!
Y sucede que cuando me salen las cosas al revés, la impotencia se torna en enojo, y éste a la vez en frustración, pero sobre todo en dolor. Así es, el dolor muy particular de ver que no puedo cambiar nada. Y no termina todo ahí, porque también salieron mal las cosas de gente que amo. Es como para preguntarse si en la familia nos coordinamos para el fracaso, o nos ponemos de acuerdo para el caos.
¡La verdad del asunto es que no controlamos nada! ¡No tenemos poder sobre nada ni sobre nadie! Y la verdad más cruda, es que en este mundo, los buenos, los preparados, lo más profesionales, los que planeamos y no improvisamos, no siempre ganamos, no siempre llevamos la mejor parte. La verdad es otra, a veces somos los que siempre damos tumbos, y no vemos resultados en función del amor y esfuerzo invertidos. ¿O será que me he puesto demasiado pesimista?
En medio de esta mezcla de emociones, he optado por creer que debo tomar lo bueno, y guardarlo muy bien para estar mejor preparada. Creer que los mediocres al final de cuentas, siempre pagarán factura. Que algún día deseen mejorar como personas, por amor a sí mismos primero, y luego por amor a los suyos. Creer que Dios permite nuestras pérdidas o sinsabores para fortalecer nuestro carácter, para hacernos capaces de perdonar las faltas incomprensibles de otros. Creer que al final del cuentas, todo lo malo es permitido para procurar un bien mayor en el futuro. Saber que en medio de estos días malos siempre habrán amigos con una o más palabras de ánimo. Ver en nosotros mismos esa capacidad de solidaridad con quienes amamos y que a veces creemos haber perdido. ¡Tener la esperanza de que mañana es un nuevo día, y que tiene que ser mejor! Esto es algo de lo positivo que pueden tener los días malos.
Fotografía de Irina Orellana, "El San Carlos de mi papá".
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